Una noche de sábado, llegó a mi casa un gatito rescatado de la calle, lleno de miedo y con su pequeña cola parcialmente amputada. La voluntaria que lo había salvado lo liberó en mi baño, donde él optó por esconderse detrás del retrete, tan asustado que apenas se dejaba ver. Tras recibir indicaciones sobre su cuidado, me quedé sola con él.
La pérdida de Frida
Habían pasado dos semanas desde que, abatida al salir de la clínica veterinaria después de haber despedido a Frida, prometí no adoptar más. Vivimos juntas una década inigualable, acompañándonos en mudanzas y estableciendo rutinas inolvidables: desayunos compartidos, juegos, y momentos de lectura y escritura con ella acurrucada sobre mi regazo. Su maullar en la entrada cuando regresaba a casa era la mejor bienvenida. Sin importar la estación, ella dormía sobre mis pies, y mostraba una elegancia única al observar la lluvia. Frida y yo teníamos un vínculo tan fuerte que, incluso cuando su cuerpo ya no soportaba más, ella se aferraba intensamente a la vida.
Reencontrando el amor con Mcfly
A pesar de la devastación de perder a Frida, sentí una terrible soledad en mi hogar vacío, incluso el más animado de los ruidos no llenaba ese silencio. Al regresar a la librería para trabajar, aunque me mantuviera ocupada atendiendo a los clientes y ordenando libros, el regreso a casa era un recordatorio constante de su ausencia. Una noche decidí contactar con el refugio “Garritas de Palermo”. Aunque al principio me resistía a adoptar nuevamente, me ofrecí como hogar temporal para ayudar a otros gatitos en espera de una familia definitiva. Aunque mis razones no eran del todo altruistas, me sentí obligada por mi soledad y la necesidad de llenar un vacío.
Así llegó Mcfly a mi vida, un diminuto gato que se escondía detrás del retrete en su primer encuentro con mi hogar. Había decidido cambiar su nombre, Clyde, por Mcfly, en honor a un personaje que me hacía gracia. Adaptarse llevó tiempo; él era tímido y se mostraba reacio a salir incluso para comer. Sin embargo, con paciencia y dedicación, logré que saliera de su escondite poco a poco, y pronto se convirtió en parte integral de mi vida.
Con el tiempo, la conexión con Mcfly me enseñó a superar mis miedos de amar de nuevo. Cada día, su compañía me brindó alegría con sus traviesas ocurrencias, como cuando escondía sus juguetes en su tazón de agua o me perseguía pidiendo su comida favorita. Aunque al principio mis motivos podrían parecer egoístas, fue su confianza la que me rescató a mí.
Hoy miro atrás y veo cómo unir nuestras vidas, tanto la mía como la de Mcfly con nuestra historia, fue sanador. Vivimos rodeados de libros, historias por escribir, y el cálido recuerdo de Frida, que aún permanece en una caja especial en mi librería. Abandonar la promesa de “nunca más adoptar un gato” demostró ser un puente hacia un amor renovado, aunque el temor al dolor ante una nueva pérdida siga presente.
Mientras pienso en el futuro, sé que enfrentar la tristeza de un nuevo adiós será doloroso, pero también comprendo que el recorrido compartido con mi nuevo amigo es invaluable. Espero que Mcfly viva una vida plena y que, cuando llegue el final, estemos juntos. La vida sin su compañía sería un vacío mucho más aterrador que el dolor inevitable de perderlo algún día.
En mi pequeño universo, donde cada rincón está lleno de recuerdos y aspiraciones, Mcfly ha encontrado su lugar. Todas las noches, disfruto del ritual de abrir una botella de vino, sumergirme en una buena lectura, y sentir su calor en mi regazo. Aunque pequeño, este mundo es el único que realmente da sentido a mi existencia.
